El 19 de julio de 1195 Alfonso VIII no quiso esperar la ayuda del rey de Navarra que se acercaba con su ejército a marchas forzadas desde el norte. La victoria le pertenecería solo a él: se sentía fuerte. Creyó que su caballería pesada, entre unos 800 y 1000 jinetes, y los casi 5.000 infantes a su mando resultarían más que suficientes para derrotar a las numerosas huestes del califa Abu Yaqub al-Mansur (el miramamolín, como llamaban los cristianos al príncipe de los creyentes). Abandonó el castillo de Alarcos (Ciudad Real) que estaba construyendo y extendió el ejército a los pies de la fortaleza inacabada. Se equivocó. Resultó una carnicería para los castellanos.
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